08/07/2007

QUIERO pensar que Boonen, Zabel, Freire, Bennati, Hushovd y compañía, tras cruzar ayer la meta de Canterbury, se bajarían de sus bicicletas aún boquiabiertos, se pondrían todos en fila y, al tiempo que se quitaban el casco con gesto señorial, rendirían la más profunda y deportiva reverencia ante Sir Robbie McEwen.

En la capital del condado de Kent, el australiano no sumó sólo un simple título más a su nobiliario palmarés. Sus espectaculares últimos kilómetros quedarán grabados en las mentes del buen aficionado, al igual que aquella victoria de Mathieu Hermans en la Vuelta a España de 1988, cuando iba en un grupo de escapados, se cayó a un kilómetro de la meta de Albacete y aún pudo levantarse y ganar la etapa. Entonces, el holandés de Ventas de Astigarraga se alió con una buena dosis de fortuna, pero cuando McEwen se cayó ayer a escasos kilómetros del final, encomendó sus escasas opciones de éxito al trabajo de sus compañeros y a unas piernas privilegiadas.

Si enlazar entre la fila de coches de equipo ya parecía misión suficiente, remontar desde el puesto 180 de un pelotón que vuela a más de 50 km/h hasta el primero en apenas seis kilómetros tiene un mérito enorme. Morrocotudo. Tanto por su parte como por los gregarios que le subieron por un costado del paquete, comiéndose todo el viento. Cuando nadie contaba ya con él, surgió como una aparición y, con una mano maltrecha, sacó de rueda a los mejores velocistas del mundo, con permiso de un Petacchi que ayer se libró de una humillación.

El camino hasta Canterbury, el considerado jardín de Inglaterra, se cobró la primera víctima en forma de caída, cuando el bravo Eduardo Gonzalo se comió la luna trasera del coche del Caisse d'Epargne. Ajeno a todo, Millar asumió parte del protagonismo que no acaparó en Londres. El escocés sale de su tierra vestido a lunares, aunque a él sólo le consolaba el amarillo.